Químico y activista cultural, acumula 38 años de docencia, y 37 de ellos en el instituto Alfredo Brañas de Carballo, «Quixera ser lembrado como un profesor que ensinou cousas e fixo as clases agradables»
Hay dos cosas que los alumnos de José María de la Viña nunca olvidan: el volumen de la esfera y el «sentidiño común», más conocido, decía, por S. C . O de la «rayita-rayita» para cambiar de unidades. Sí, es altamente probable que tampoco hayan olvidado que la fuerza es la masa por la aceleración o el principio de acción-reacción, pero los 4/3 de Pi por el radio al cubo de la esfera se queda en el subconsciente como a otros, con otros profesores, se les ha pegado hasta la muerte la fórmula de las ecuaciones bicuadradas.
Sin embargo, reducir a dos anécdotas memorísticas el legado académico de De la Viña sería, además de absurdo, profundamente injusto. Los que lo tuvieron como profesor, lo saben, y los demás lo han oído. Bajo esa apariencia eternamente joven y semidescuidada se oculta un profesor de ciencias con 38 años docencia. Todos, menos uno (Cambados, tras aprobar la oposición) en el instituto Alfredo Brañas de Carballo. Esta si que es una marca de laboratorio, y un mirador extraordinario en el que contemplar cómo ha cambiado la gente: los alumnos, los padres; los padres que antes fueron alumnos. La forma de entender la vida, de estudiarla y de enseñarla.
La vida y la infancia de De la Viña no es un patio de naranjos, pero casi. Fertilidad natural y acuática sí había. Y anguilas en el Río Chico, hoy canalizado bajo la calle Luis Calvo. El día que cumplió 6 años, pescó una. Aún le dura el gusto. Nació en la calle de la Salud, la que bajaba hacia los Baños Novos. Una zona delimitada, clara. Cada barrio era «un estado confederado» para los niños. Militancia territorial total. Infinidad de juegos, de peleas... ¿Una infancia feliz, de esas que la memoria convierten en rosa pese a sus oscuridades? «Feliz... Bueno, ata certo punto», responde.
Niñez
Hijo de libreros sin estudios, los suyos empezaron en la escuela de Pallas, la anterior a la anterior a la actual. Años cincuenta. «Alí todo o mundo pegaba. Ata o cura». Al profesor se le veía como un enemigo. Pensó que era así en todas partes. Hasta que un día descubrió a uno, en unas clases particulares, que no. Enseñaba y no pegaba, aunque el alumno se equivocase. ¡El Nuevo Mundo! Ahí vio la luz de su salvación. Antes le había dicho a su madre: «A min non me gusta estudar!». Lo mandaron a los Salesianos de A Coruña, que tenía mala fama. Se pasó un mes esperando recibir de algún lado, pero todo era tranquilo. No hizo más que aplicarse y se vio al final en el cuadro de honor.
Le gustaba la química y tiró por ella en Santiago. «A universitaria foi a etapa máis preciosa da miña vida». Y eso que vivió los tiempos convulsos, los de finales de los sesenta. Un desliz, una mala suerte, pudo haberle apartado de la carrera, como pasó como otros compañeros. Hacían sentadas, pedían mejoras. Un periodista de La Voz fue multado porque pidió que les hiciesen caso, que no pedían nada anormal. Así era aquello y así eran aquellos.
Acabó la carrera y su vida se orientaba hacia la industria. Lo de la docencia, ni hablar, decía. Y lo decía en serio. El mismo que, desde hace años, jura estar «enamoradísimo» de su profesión. Descubrió ese amor al poco de ocupar plaza en Carballo, casi de casualidad. Igual que él, veía la luz el propio instituto Alfredo Brañas. El primer año, en obras, en un local prestado de la Escuela Hogar. Fue creado como un instituto piloto, casi modelo. Dice que, respetando a los demás, esa ejemplaridad, ese destaque, se mantiene. Hay control, rigor, «esforzo extra de moita xente», empezando por él mismo. Los resultados académicos, cuenta, son muy buenos. Ha tenido infinidad de compañeros, miles de alumnos. ¿Cuántos, exactamente? Es imposible saberlo. Entre otras razones, porque aun llevando recuento, muchos estuvieron otro año más con él. Una cifra probable ronda los 3.500. Siempre a vueltas con la física y la química, la esencia de la vida, pese al principio también impartió dibujo o matemáticas.
Viña ha tenido, tiene, fama de mantener excelente relación con los alumnos. Empiezan como alumnos, acaban como amigos. «Lévome ben con todos». Asegura estar orgulloso de haber inculcado el amor a al ciencia a centenares de alumnos. Muchos profesores universitarios (Jorge Penedo, Jorge Mira...) aún le recuerdan a él públicamente como impulsor, por llamarlo de algún modo, de sus vocaciones. «Iso si que me fai moita ilusión, cáeche a baba!», exclama. Su mejor amigo tiene 37 años. Fue alumno, hoy también es profesor, y su sueño es compartir espacio de docencia en el Alfredo Brañas. «Quixera ser lembrado como un profesor que ensinou cousas e fixo as clases agradables», responde si le preguntan por su epitafio académico, que no vital.
Desde que empezó hasta hoy, ya ha visto cambios. A veces ya se ve en tres años, así que en 38... «Cambiou a comunicación, porque hai máis. Cambiou a liberdade, que case non había daquela. A disciplina era outra, era algo sagrado , contaxiada sen dúbida polo entorno social. Había uns castigos máis rigurosos, hoxe está todo moito máis relaxado».
Tal vez los cambios, de tiempos, de alumnos y de profesores, sea una de las razones de las elevadas bajas por depresión o estrés por parte del colectivo docente. De la Viña nunca pilló una.
Está de acuerdo en que existen problemas importantes. «Esa O da ESO, de obrigatoria, con todo o bo que ten, tamén trouxo problemas». Alumnos que están por estar, que crean mal ambiente, que contaminan al resto, pero que, por ley, se ven obligados a seguir. Con ellos, sobre todo, es con los que Viña nunca ha tenido distingos y les ha mantenido a línea, gracias, sobre todo, a su carácter.
Un carácter que le lleva, por otro lado, a alargar las horas de contacto con los padres, y hasta los lugares. El viernes, cuatro horas y cuarto con los progenitores de una alumna para hablar de sus problemas. Es su estilo, su fórmula. Esta si que es buena, más que la del volumen de la esfera.
Tal vez el Viña auténtico, el profesor que no iba para tal, está en el laboratorio del instituto. En las prácticas, con los experimentos, con los estudiantes. Dedica a ello mucho más tiempo del obligatorio, «porque a Natureza non responde por horarios, as clases son de cincuenta minutos, pero botamos unha hora e media ou máis, o que faga falla para ver e entender ben as cousas». Entre aparatos y materiales descubrió el brillo de muchas miradas asombradas: «No laboratorio vin como se lle abrían os ollos a moita xente, e aí empezaron moitas vocacións».
No todo en Viña es ciencia: el teatro, el cine o la fotografía son otras de sus pasiones.
S. Garrido